domingo, 7 de agosto de 2011

Resumen Madrugada del 6 de agosto del 2011

Fiesta  de la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor

En esta madrugada nos reunimos trece madrugadores, once de Guavate y dos de Cayey para celebrar la fiesta de la transfiguración de Jesús en el monte tabor.  Según podemos encontrar en Mateo 17, 1-9.  Jesús se aparta con tres de sus apóstoles para orar, y lo hace en un monte alto, el Tabor. ¿Qué sentido tiene este detalle para Él? Sin duda alguna Jesucristo escogió un lugar adecuado para ofrecer una señal de su divinidad.

Jesús, para sus apóstoles, es el maestro y el guía de sus vidas, pero es fácil comprender que con el transcurrir del tiempo y las largas horas en su compañía perdieran de vista que Jesús era también el Mesías.

En el capítulo 16 de este mismo evangelio podemos leer cómo Pedro realiza su confesión de fe, y manifiesta por primera vez que Cristo es el Mesías, el enviado por Dios para redimir al mundo. Probablemente los milagros y curaciones no lograban mantener esta llama de fuego interior, que es la fe, en el corazón de los apóstoles, y Jesús quiso transfigurarse delante de ellos, para  mostrarse en toda su divinidad.

La Transfiguración es un cambio de vida.  Los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará.

El hecho de la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor tiene en los Evangelios una importancia muy grande. Como la tiene después para la vida de la Iglesia, que le consagra hoy una fiesta especial, la cual reafirma nuestra esperanza en el Señor Resucitado, pues sabemos que, cuando se nos manifieste, transformará nuestros cuerpos mortales, eliminando de ellos todas las miserias, y configurándolos con su cuerpo glorioso e inmortal.

Lo que pasó en el Tabor lo conocemos de memoria.  Jesús, al atardecer de aquel día, deja a los apóstoles en la explanada galilea y, tomando a los tres discípulos más íntimos --Pedro, Santiago y Juan--, sube a la cima de la hermosa montaña. Pasa el Señor la noche en oración altísima, dialogando efusivamente con Dios su Padre, mientras que los tres discípulos se la pasan felices rendidos al profundo sueño.

Al amanecer y espabilar sus ojos los discípulos, quedan pasmados ante el Maestro, que aparece mucho más resplandeciente que el sol. Se le han presentado Moisés y Elías, que le hablan de su próxima pasión y muerte. Se oyen los disparates simpáticos de Pedro, que quiere construir tres tiendas de campaña y quedarse allí para siempre.  El Padre deja oír su voz, que resuena por la montaña y se esparce por todos los cielos: -¡Éste es mi Hijo queridísimo! Y la palabra tranquilizante de Jesús, cuando ha desaparecido todo: -¡Animo! ¡No tengáis miedo! Y no digáis nada de esto hasta que yo haya resucitado de entre los muertos.

Pedro recordará muchos años después en su segunda carta a las Iglesias:
- Si os hemos dado a conocer la venida poderosa de nuestro Señor Jesucristo, no ha sido siguiendo cuentos fantasiosos, sino porque fuimos testigos de vista de su majestad. Cuando recibió de Dios Padre honor y gloria, y de aquella magnifica gloria salió la poderosa voz: ¡Éste es mi Hijo amadísimo en quien tengo todas mis delicias! Y fuimos nosotros quienes oímos esta voz cuando estábamos con él en la montaña santa.

Este hecho del Tabor tuvo muchas repercusiones en la vida de Jesús y de los apóstoles.  Sí, en la de Jesús ante todo. Porque Jesús no era insensible al dolor que se le echaba encima con la pasión y la cruz. La vista de la gloria que le reservaba el Padre por su obediencia filial fue para Jesús un estímulo muy grande al tener que enfrentarse con la tragedia del Calvario.

Para los apóstoles, ya lo sabemos también. Acabamos de escuchar a Pedro. Y sabemos cómo la visión del Resucitado ante las puertas de Damasco fue para Pablo una experiencia extraordinaria, que supo transmitir después en sus cartas a las Iglesias: -¡Nuestro cuerpo, ahora sujeto a tantas miserias, será transformado conforme al cuerpo glorioso del Señor!

Así lo es también para nosotros. Porque la vida no se nos ofrece siempre risueña, sino que muchas veces nos presenta unas uñas bien aceradas.  En esos momentos de angustia, recordamos con la visión del Tabor la palabra del apóstol San Pablo: - Comprendo que los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará.

Cuando todo nos va bien en la vida, solemos decir con Pedro --del que dice el Evangelio que no sabía lo que se decía--: ¡Qué bien se está aquí! Pero es cuestión de dejar el Tabor para después. Ahora hay que subir a Jerusalén con Jesús.  Hay que cargar con la cruz de cada día, porque en el Calvario nos hemos de encontrar con el Señor, para encontrarnos seguidamente con Él en el sepulcro vacío...

La Transfiguración fue un paréntesis muy breve, aunque muy intenso, en la vida de Jesús. Detrás quedaban casi tres años de apostolado muy activo, en los que había predicado y hecho muchos milagros. Ahora había que enfrentarse con Getsemaní, la prisión, los tribunales, los azotes y el Gólgota. Pero la experiencia del Tabor le anima a seguir adelante sin decaer un momento.

Para nosotros, es cuestión de mirar a nuestro Jefe y Capitán, Cristo Jesús.  Hay que tener fe en Dios, cuando nos brinda la misma gloria que a Jesucristo.  Porque si Dios nos ofrece el mismo cáliz que a su Hijo, la misma suerte en sus sufrimientos, es porque nos tiene destinados también a la misma gloria y felicidad que las de Jesucristo.

Jesús se manifiesta en el Tabor, más que en ninguna otra ocasión, como el esplendor de la gloria del Padre. Nadie ha visto la gloria interna de Dios. Pero mirando a Jesús envuelto en una luz que opaca y anula del todo la luz del sol, nosotros llegamos a barruntar lo que es ese Dios que un día veremos cara a cara y que nos envolverá con sus esplendores. Esplendores que son ya ahora una realidad que llevamos dentro, aunque no los vemos. La Gracia del Bautismo nos ha transformado en esa luz que nos hace gratos, ¡y tan gratos!, a los ojos divinos.

¡Señor Jesucristo! ¡Qué grande, qué amoroso, y qué humilde, te muestras en el Tabor! ¿Cuándo, pero cuándo nos será dado gozar de aquel espectáculo que enloqueció a los discípulos? Ya vemos que nos preparas cosa buena de verdad. El caso es que sepamos merecerla.

También nosotros podemos ser como los apóstoles. Los hechos extraordinarios o milagrosos no son suficientes para mantener viva nuestra fe. En ocasiones pueden ayudarnos, pero la realidad es que a Cristo, a Dios, se le conoce en el diálogo, en la oración. Pidamos a Dios que realice en nosotros una “transfiguración interior” que nos permita contemplar su divinidad con el fin de conocerle y amarle cada día con más intensidad.

Un  abrazo fraternal,

Pedro E. Torres
Madrugador de María
Cayey, Puerto Rico

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