viernes, 22 de abril de 2011

Las Siete Palabras

Foto por Willie Haddock
(Cayey, Viernes Santo) Hoy el mundo celebró la muerte de Cristo en la Cruz, pero la parroquia Asunción y el municipio de Cayey lograron traer al espectador a la época con tan majestuoso desplegué de talento, vestuarios, y el deseo de recrear a detalles maestreal la obra de las siete palabras.  Cayey ha vivido a Cristo crucificado, logrando revivir cada escena a pesar de las inclemencias del tiempo que parecía dictar lo contrario.  Bajo la intensa lluvia remontaron al espectador a la época despertando este único sentimiento humano que pide perdón por sus pecados y la gracia que corresponde al amor de Cristo.
Tanto fue el impacto de los personajes a la audiencia y la fluidez con que expresaban sus líneas que parecía que el espíritu santo nos hablaba personalmente. Y ante las inclemencias del tiempo parecía que era la voluntad de Dios que esta obra se diera en su totalidad.  Hoy ya es muy tarde para que el mundo pueda disfrutar de esta obra pero cabe exhortar a los pueblos vecinos de Puerto Rico para que el próximo año puedan experimentar la gracia de Dios y el entusiasmo del pueblo de Cayey en ofrecer un espectáculo de alto calibre que fácilmente podría compararse con una obra de Broadway.
Y como en el santo evangelio tomada del libro de Juan 18, 1-19. 42, “La pasión dolorosa del Señor Jesús suscita necesariamente piedad hasta en los corazones más duros, ya que es el culmen de la revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros. Observa San Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Juan 3,16). Cristo murió en la cruz por amor. A lo largo de los milenios, muchedumbres de hombres y mujeres han quedado seducidas por este misterio y le han seguido, haciendo al mismo tiempo de su vida un don a los hermanos, como Él y gracias a su ayuda. Son los santos y los mártires, muchos de los cuales nos son desconocidos. También en nuestro tiempo, cuántas personas, en el silencio de su existencia cotidiana, unen sus padecimientos a los del Crucificado y se convierten en apóstoles de una auténtica renovación espiritual y social. ¿Qué sería del hombre sin Cristo? San Agustín señala: «Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si Él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si Él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido» (Sermón, 185,1). Entonces, ¿por qué no acogerlo en nuestra vida? Detengámonos esta noche contemplando su rostro desfigurado: es el rostro del Varón de dolores, que ha cargado sobre sí todas nuestras angustias mortales. Su rostro se refleja en el de cada persona humillada y ofendida, enferma o que sufre, sola, abandonada y despreciada. Al derramar su sangre, Él nos ha rescatado de la esclavitud de la muerte, roto la soledad de nuestras lágrimas, y entrado en todas nuestras penas y en todas nuestras inquietudes” (Benedicto XVI, Viernes Santo, 10 de abril de 2009).

La sangre, los golpes y las humillaciones de la Pasión nos pueden conmover fuertemente, pero no fueron esas las condiciones por las que Jesucristo nos alcanzó la salvación. Las sufrió, sí, pero lo que nos alcanzó el perdón fue la obediencia incondicional al Padre, ese «Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad» (Mateo 26, 42). En nuestra vida diaria podemos ser redentores con Cristo si nos dedicamos con totalidad a hacer la Voluntad del Padre en nuestra vida. Salvaremos nuestra alma y la de los demás en la medida en que nos entreguemos a realizar lo que Dios quiere de nosotros. Para ello hay que subir a la cruz como lo hizo Cristo, es decir, solo desnudándonos de nuestra soberbia, de nuestra vanidad, de nuestros gustos y de nuestras comodidades podremos entregarnos con totalidad a la realización del plan de Dios en nuestra vida y así exclamar al final de nuestro peregrinar.


Foto por Willie Haddock












Un abrazo fraternal,
Pedro E. Torres Cartagena
Madrugador de Maria
Cayey, Puerto Rico

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