domingo, 20 de noviembre de 2011

Resumen Madrugada del 19 de noviembre del 2011

(Ponce) Señor, Tú eres un Dios de vivos no de muertos, por eso te pedimos que nos muestres en esta ocasión cómo podemos aprovechar cada minuto de nuestras vidas para crecer espiritual y apostólicamente, camino seguro para alcanzar la santidad. Fuimos veintiséis madrugadores convocados por nuestra Mater a la alabaza y adoración de nuestro salvador Jesucristo en esta mañana del 19 de noviembre del 2011. Dios nuestro, haznos poner todas nuestras esperanzas y esfuerzos en alcanzar el cielo.
En esta ocasión compartimos en santo evangelio según san Lucas (18, 1-8) y nos habló de la resurrección.
Nos dice nuestro Papa Benedicto XVI, en su Encíclica Spe salvi, n. 10; ¿De verdad queremos esto: vivir eternamente? Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre –sin fin– parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuenta aburrida y al final insoportable. Esto es lo que dice precisamente, por ejemplo, el Padre de la Iglesia Ambrosio en el sermón fúnebre por su hermano difunto Sátiro: “Es verdad que la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como un remedio. En efecto, la vida del hombre, condenada por culpa del pecado a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar un fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia”. Y Ambrosio ya había dicho poco antes: “No debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación”.

La resurrección era un tema controvertido entre los judíos. No había un dogma, por eso los saduceos no lo creían. Sin embargo, los fariseos estaban convencidos de esta doctrina. También San Pablo utilizará el argumento de la resurrección para poner a los fariseos de su parte cuando era juzgado por Ananías (Hechos de los apóstoles 23, 6-9). Creer o no creer en la resurrección da lugar a dos estilos de vida. Los que buscan la felicidad sólo en esta tierra y los que tienen los ojos puestos en la eternidad.

Pero vamos a detenernos en el punto que origina la discusión: ¿habrá matrimonios en el cielo? Interesante pregunta. Ello nos lleva a profundizar en el fin último del matrimonio.

Cuando un hombre y una mujer se casan movidos por un amor auténtico buscan, sobre todo, hacer feliz a la otra persona y formar una familia. Por eso no escatiman los detalles que pueden hacer la vida más agradable a la pareja: un beso, un regalo, una atención, unos momentos de diálogo íntimo. Pero, si realmente quieren darle lo mejor a la persona amada deben buscar lo que realmente le hará feliz, lo que va a colmar plenamente su corazón. No se quedarán en lo pasajero de esta vida, sino que querrán darle el Bien Máximo, es decir, a Dios. Es el mejor regalo que pueden hacerse unos esposos: procurar por todos los medios que la otra persona tenga a Dios. Porque Dios es el Bien mismo y la fuente de toda felicidad.

Procuremos que sea nuestro verdadero sentir el buscar la felicidad en esta tierra y tener los ojos bien puestos en la eternidad.

Tomamos unos minutos para reflexionar acerca del evangelio, en la oración y pensando que cuando elevemos una oración al Padre todopoderoso, junto a nosotros se encuentra Jesús. 

Luego nuestro madrugador de Ponce, el señor Braulio Mejias nos habló acerca de las virtudes humanas y cristianas, nos decía que para crecer como personas necesitamos, al igual que un atleta, ejercitarnos todos los días en aquellas cualidades humanas que nos perfeccionan.  Es necesario que las practiquemos con esfuerzo y dedicación todos los días, hasta que formemos el hábito, o la costumbre de ser mejores personas, y desarrollar estas cualidades personales que se le conoce como virtudes.

Las virtudes deben ser conquistadas con esfuerzo y dedicación de parte de la persona que quiere adquirirlas.  La persona que quiera formar las virtudes tendrá que ejercitar su inteligencia y su voluntad.
¿Y porque la inteligencia? La inteligencia es la facultad que nos permite pensar, reflexionar y comprender.  Además la inteligencia busca la verdad.   Sabemos que en la vida todo cuesta esfuerzo.  Así como a la inteligencia hay que formarla y educarla desde que somos pequeños, la voluntad del ser humano también tiene que ejercitarse, haciendo todos los días muchos esfuerzos porque la voluntad busca el bien.
Las virtudes humanas son las que nos ayudan a ser mejores personas.  Nos ayudan a crecer como seres humanos, como son la generosidad y la honradez;  el orden y la responsabilidad;  la fortaleza y la sinceridad entre otras. Las virtudes cristianas son las que nos ayudan a llevar verdaderamente a Dios a ser mejores cristianos. Entre estas virtudes se encuentran  la caridad y la castidad; la humanidad y el perdón; la pureza; la abnegación.

La humanidad es la virtud moral por la que el hombre reconoce que de si mismo obtiene nada y el pecado.  Todo proviene de Dios a través de los dones, de quien todos dependemos y a quien debemos toda la gloria.  El hombre humilde no aspira a la grandeza personal que el mundo admira porque ha descubierto que ser hijo de Dios tiene un valor superior.  El ser humano va tras otros tesoros.  No está en competencia.  Se ve a sí mismo y al prójimo ante Dios.  Es libre para estimar,  dedicarse al amor y al servicio sin desviarse en juicios que no le pertenecen.  La humanidad nos libera de la arrogancia, la altanería, el egoísmo, la grandeza, la importancia, el lujo, el orgullo, la soberbia y la vanagloria.

La generosidad es la virtud y el valor humano relacionado con el hábito de dar y entender a los demás, con altruismo y filantropía.  Hace pensar y actuar a favor del prójimo, buscando aportar un beneficio a través de la intervención desinteresada, poniendo el bienestar de quienes nos rodean por encima de los intereses personales.  La generosidad nos ayuda contra la avaricia, la codicia, el egoísmo, la mezquindad, la miseria y la tacañería.

La castidad es la virtud que gobierna y modera el deseo del placer sexual según los principios de la fe y la razón.  Por la castidad la persona adquiere dominio de su sexualidad y es capaz de integrarla en una sana personalidad, en la que el amor de Dios reina sobre todo.  Por tanto no es una negación de la sexualidad.  Es un fruto del espíritu santo.  La castidad consiste en el dominio de sí, en la capacidad de orientar el instinto sexual al servicio del amor y de integrarlo en el desarrollo de la persona. La castidad nos ayuda contra el desenfreno, el erotismo, la impureza, la indecencia, la lascivia, el libertinaje, la lujuria y la obscenidad.

La paciencia es la virtud que nos hace tolerar, comprender, soportar muchas veces los contratiempos con fuerza, sin lamentarnos.  Nos ayuda a saber esperar, a actuar, a hablar de manera adecuada en cada momento.  En fin hay muchas otras situaciones que nos llevan a perder la virtud de la paciencia.  Debemos saber que el crecer en esta virtud nos llevara a mantener y mejorar nuestra relación con los que nos rodean, familia, compañeros de trabajo, amigos que nos ayudara también a obtener mejores resultados y a sentirnos muy bien porque el esfuerzo realizado tiene sus buenos frutos. La paciencia nos libera de la angustia, la ansiedad, los arrebatos, el desasosiego, el desespero, el enojo, la indignación, la inquietud, la intolerancia, la intranquilidad.

La templanza es la virtud que modera y ordena la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso del os bienes creados.  Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos.  La templanza implica diferentes virtudes como son la castidad, la sobriedad, la humildad y la mansedumbre. La templanza nos libera del abuso, la aspereza, el desenfreno, la desesperación, la dureza, el exceso, la glotonería, la imprudencia, la inclemencia, la indiscreción, la ira y la temeridad.

La caridad es la virtud que da sentido a todas las demás virtudes. Es la forma, el fundamento, la raíz y la madre de todas las demás virtudes.  Sin caridad no hay virtudes autenticas. La caridad es la virtud que nos conduce a amar a los demás hombres sin excepción como a nosotros mismos, buscando de manera habitual el bien de pensamiento, actitudes, palabras y acciones, traduciéndolo en acciones concretas de servicio a los demás. Es el centro la esencia y la perfección de cualquier vida cristina, ya que en la práctica de la caridad se condesan todas las enseñanzas de Jesucristo. La caridad nos libera del desamparo, el egoísmo, la envidia, la impiedad, el interés, la maldad.

La diligencia es la virtud cardinal con la que se combate la pereza.  La diligencia procede del latín “diligere” que significa “amar”, pero en un concepto más vago que de su similar latín “Amare” que es más general.  Forma parte de la virtud de la caridad ya que está motivada por el amor.  La diligencia en sentido más alto, es el esmero y el cuidado en ejecutar algo.  Una prontitud de hacer algo con gran agilidad tanto interior como exterior.  Como toda virtud se trabaja, netamente poniéndola en práctica. Lo contrario a la diligencia es el descuido, el “ahí se va”, el mas o menos, la informalidad, la imprudencia, la desidia, la desgana, la haraganería, la ociosidad la lentitud. Todas estas son síntoma de una persona que ama poco, que ama pálidamente y que ama a cuentagotas.

Cuando se practican las virtudes nos garantizan el cielo.  Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana. La vida perfecta con la santísima trinidad, la comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo”.  El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha. Lo contrario al cielo es el abismo, la condenación, la infelicidad, el infierno, el pecado, la Tierra.

Felicitamos al Señor Braulio Mejias por tan buen material y esperamos lo puedan compartir con otras personas.  Es muy profundo este asunto de las virtudes porque aunque vamos por buen camino tenemos mucho camino por recorrer y todavía estamos comenzando nuestro caminar. Nos hemos propuesto una meta de alcanzar la santidad en el diario vivir pero hay mucho trabajo por delante solo no podremos y tenemos que pedir la ayuda de Dios y desearlo con todo el corazón para que la gloria de Dios así se manifieste. Amen.

Un abrazo fraternal,

Pedro E. Torres Cartagena
Madrugador de María
Cayey, Puerto Rico

No hay comentarios:

Publicar un comentario